Por Jorge Raventos
Esta semana, hablando para la selecta platea empresaria que congrega en Córdoba la Fundación Mediterránea, Alberto Fernández ofreció los trazos principales del método con el que piensa afrontar desde el gobierno la situación de la deuda. Consideró allí que para poder cumplir sus obligaciones el país necesita recuperar el crecimiento y que los acreedores (tanto los privados como el FMI) admitirán con realismo una negociación que extienda los plazos de vencimiento de los compromisos sin aplicar quitas (al menos, sin quitas significativas), “a la uruguaya”, es decir, análoga a la que el vecino oriental aplicó exitosamente cuando el default argentino de principios de siglo infectó su sistema financiero. Durante ese respiro financiero, los argentinos deberían empeñarse en ganar en productividad, integración y armonía social.
Los mercados y Fernández
El discurso de Fernández fue bien recibido por “los mercados”, que esperaban señales sobre el futuro: los bonos y acciones argentinas mejoraron y cayó incipientemente el índice de riesgo-país.
El presidente Macri no había conseguido logros semejantes con su sorpresiva presencia en la reunión que mantuvieron el ministro Hernán Lacunza y el presidente del Banco Central, Guido Sandleris, con funcionarios del FMI (entre ellos, el representante de Estados Unidos en el directorio, David Lipton). Macri quería que el Fondo anunciara la última remesa del monumental préstamo de 57.000 millones de dólares pero obtuvo, en cambio, un pedido de paciencia. Más que un rechazo, la respuesta fue significativa: el Fondo da ya por poco relevante la entidad de este gobierno y espera a tener más claridad sobre el que viene.
La Casa Rosada está empeñada en poner al mal tiempo buena cara. Se encamina a las urnas de octubre con un agresivo plan de propaganda oficial, una intensa agenda de inauguración de obras y la explotación de prensa de toda potencial fisura que observe o conjeture en la plataforma de sustentación de Fernández. Busca con esto alimentar el temor al kirchnerismo. Si los votos que premien la gestión oficial son remisos, la Casa Rosada apuesta compensatoriamente al miedo. Por caso, se subrayan declaraciones nostálgicas sobre la guerrilla de los años setenta del críptico veterano Horacio González, funcionario intelectual del kirchnerismo; se insinúa que un gobierno de Alberto Fernández será en realidad comandado por la izquierda K y que, entonces, “al que tenga dos departamentos le sacarán uno”. Aparentemente esto no es ya una estrategia de comunicación diseñada por Jaime Durán Barba, sino robada a Poe o los hermanos Grimm.
En su apuesta más entusiasta y positiva, ayer, en Barrancas de Belgrano, el gobierno inició una larga marcha en pos del milagro de la recuperación electoral que habilite el albur de un ballotage en noviembre. Una conmovedora muestra de fe que acaso obtenga hoy un primer consuelo en Mendoza, si el radical Rodolfo Suárez gana la disputa por la gobernación provincial a la candidata kirchnerista Anabel Fernández Sagasti.
El programa macrista de actividades -bajo el lema “Sí se puede”- promete manifestaciones en 30 ciudades, pueblos o barrios en los que el oficialismo se mantiene competitivo. El promedio supone una demostración diaria desde el sábado hasta el día del comicio: los protagonistas tendrán que turnarse para afrontar semejante esfuerzo. El Presidente, en todo caso, no estará activo en todas: son varios los candidatos locales que consideran más provechosa su lejanía. Los mendocinos ya avisaron que, si triunfan hoy en el comicio provincial, preferirían que Macri lo celebre por teléfono.
Las marchas y la procesión
En el conurbano bonaerense, líderes locales del Pro con posibilidades de triunfo realizan una intensa campaña alentando el corte de boleta y distribuyen su propio segmento comunal junto a las papeletas nacional y provincial del Frente de Todos (con los nombres de Alberto Fernández, Cristina de Kirchner y Axel Kicillof). La defensa de sus territorios prevalece sobre el interés reeleccionario de la Casa Rosada y se independiza de éste.
El temor a que las urnas de octubre ratifiquen -o, incluso, amplíen- los números de la elección que “no existió” -las PASO de agosto- contiene por el momento la puja intestina que existe en la coalición oficialista. Las marchas se producen por fuera, pero la procesión va por dentro.
Por debajo de los trajines electorales ya se discute el destino del Pro y de Juntos por el Cambio una vez que Mauricio Macri se haya despedido de los recintos presidenciales.
Aunque se descuenta que la nueva etapa girará alrededor de un nuevo liderazgo, con el ascenso cantado de Horacio Rodríguez Larreta -a menos que, inopinadamente, también él sea desalojado del poder por la ola electoral adversa-, nadie supone que el cambio de guardia vaya a producirse turbulentamente. A Macri le será garantizado un rol simbólico como figura consular, que le permitirá mantenerse activo principalmente fuera del país, cultivando algunas de las relaciones internacionales que estableció durante su gestión y recuperando el tiempo familiar perdido durante cuatro años que fueron intensos más allá de los resultados.Luego, la vida dirá.
En cualquier caso, el cuerpo central del Pro seguramente revisará la política que convirtió las grandes esperanzas de 2015 en la decepción de 2019. Tendrá que hacerlo desde el llano o -menos dramáticamente- desde el espacio que constituyó su punto de partida, la Capital Federal. Podrá hacerlo con más experiencia y también con más extensión: el partido que nació como una fuerza municipal hoy tiene un alcance territorial más amplio y una fuerza parlamentaria considerable.
Deberá restañar las heridas de una salida dolorosa del gobierno: con pérdida de banderas (la desregulación, por ejemplo) y fracasos en aquellos puntos sobre los que proclamó el deseo de ser juzgado (erradicación de la pobreza y victoria sobre la inflación, por caso). Deberá trabajar para apartarse del aislamiento. La política de acuerdos que el Pro en el gobierno rechazó como banca deberá en muchos casos admitirla ahora como punto.
En cualquier caso, el camino que tiene por delante el Pro exige amplitud y sutileza. Su base social, así como la lógica y la física del sistema político, lo ubican en la oposición, en la representación de un tercio de la ciudadanía que de elección en elección (y de generación en generación) mantiene una tesitura diferenciada del peronismo (o fieramente adversa a él).
A partir de esa constatación, queda claro que no sería realista ni rendiría beneficios políticos al Pro que seguramente liderará Larreta sumarse a alguna forma de transversalidad como la que Néstor Kirchner le ofreció en su momento al radicalismo (y éste aceptó). Pero tampoco sería sensato convertirse en una fuerza testimonial, predicadora de republicanismo y pureza moral y atrincherada en una oposición cerril, como la que tiende a encarnar, por ejemplo, Elisa Carrió. Una postura así puede lucir en políticos francotiradores, pero no es razonable en el jefe de un distrito como la Capital Federal.
Balbín y Alfonsín como modelos
El Pro tiene, en cambio, modelos transitables de oposición que cumple su rol y, al mismo tiempo, completa y fortalece el sistema político: Ricardo Balbín lo practicó con el último Perón y Raúl Alfonsín lo hizo, con Carlos Menem (y sobre todo con Eduardo Duhalde en la provincia de Buenos Aires).
Los legisladores del Pro pueden cooperar cuando la situación lo torne imprescindible con un Alberto Fernández que probablemente no siempre podrá contar con toda la fuerza parlamentaria que a priori se le contabilice como propia.
Para desarrollar una política de esa naturaleza -opositora y cooperativa: sistémica- Larreta contaría con un activo propio, formado por los cuadros más próximos, también por los que colaboraron con María Eugenia Vidal en la provincia de Buenos Aires y por muchos que aconsejaron a Macri acuerdos permanentes con la oposición y fueron fumigados desde la Casa Rosada.
Aun sin el gobierno nacional y sin el de la provincia de Buenos Aires, y pese a que muy probablemente el radicalismo saldrá del proceso electoral con más fuerza legislativa que el Pro, en la etapa que se abre después de octubre Horacio Rodríguez Larreta puede convertirse en la figura de mayor poder en la coalición Juntos por el Cambio.
Decir esto implica afirmar que ese frente no se quebrará. Al menos no antes de las elecciones de medio término (2021). En rigor, la derrota nacional de la coalición despeja algunos de los motivos de tensión, al desplazar de la centralidad a los sectores antipolíticos de la Casa Rosada con los que el radicalismo se sentía más incómodo. Por otra parte, al dejar Juntos por el Cambio de ser una coalición de gobierno, desaparecen las pujas por participar en la toma de decisiones oficiales.
Las tensiones radicales
La fuerza que en principio adquiere el peronismo y la que pueda ejercer el gobierno de Alberto Fernández (más la que se le pueda adjudicar a la señora de Kirchner, que no cesa de ser un cuco para la coalición y sus aliados) constituyen estímulos para que la coalición hoy oficialista se mantenga en la oposición. No ocurrirá sin tensiones y competencia interna: los radicales venían concibiendo la idea de que el Pro aspiraba a sustituirlos como partido de las clases medias y eje de la resistencia al estilo político del peronismo. Esa sospecha se acrecentó durante la experiencia de gobierno Pro y no se ha esfumado. Esos dos socios de la coalición tienen culturas políticas muy diversas y la integración recíproca requiere mucho esfuerzo. Pero no es imposible.
El radicalismo, por otra parte, también tiene sus fuerzas centrífugas. Cuatro años atrás se exhibieron en la convención de Gualeguaychú. Ante esta elección ya se hicieron oír voces que, más allá de las disputas por la participación en las decisiones del gobierno de Macri y en las listas, se declaraban contrarias a la continuidad de la coalición.
No es en modo alguno imposible que Alberto Fernández, dando por asegurada su victoria, tiente a figuras de la UCR (políticos o técnicos o científicos) a integrarse al gobierno que empezaría el 10 de diciembre. El candidato peronista ya adelantó que no quiere formar un gobierno monocolor. La posibilidad de que consiga esa participación de radicales (o incluso, ¿por qué no?, de figuras del Pro) agudizará tensiones en las filas cambiemitas.
Más allá de los tira y afloja propios de la disputa política, lo trascendente es que el país pueda, primero, encaminar una transición sensata y luego, inaugurar una etapa capaz de forjar, de una buena vez, los acuerdos básicos que permitan detener la caída e intentar el repechaje.
Con el drama de la pobreza que crece, un largo período de encogimiento del salario real, estancamiento productivo, una inflación corrosiva, una deuda impagable en las condiciones en que está pactada, cerradas las puertas del financiamiento, la Argentina necesita sí o sí una política de convergencia y acuerdo político y social.